miércoles, 17 de diciembre de 2014

EL OJO DEL DRAGÓN

 Era un día gris y frío, típico del invierno. Aún no nevaba, pero solo era cuestión de tiempo. Alexander acaba de volver a su pequeña cabaña cargado con una cesta. Estaba situada cerca del bosque, a pocos kilómetros de la cabaña más próxima. Era un lugar tranquilo, las casas estaban distantes unas de otras, pero lo suficientemente cerca, por si alguien necesitaba algo.
El invierno era largo y duro al pie de las montañas y duraba la mayor parte del año, pero a cambio durante la primavera y el verano te daba más de lo que necesitabas. Alexander estaba ya acostumbrado a las inclemencias del tiempo de aquella zona. Dejo la cesta a en una mesa junto a la puerta. Estaba repleta de pequeñas setas grises y verdes. No eran fáciles de encontrar, pero se paga un alto precio por ellas en el mercado. Mientras se quitaba el pesado manto, de piel de oso negro, Kai corría hacía él.
-¡Ya has vuelto! Temía que se te hiciera tarde.
-No tienes porque preocuparte.- Le contestó su padre mientras le sacudía el pelo.
Kai tenía diez años, pelo castaño y ojos grises. Se parecía mucho a su madre, y había veces que eso partía el corazón de Alexander. Maia, que había sido la luz que guiaba sus pasos, había muerto cuando Kai contaba con tan solo dos años. Pero se había resuelto en no volver a aquellos días en los que había estado tan perdido. Lo único que le importaba desde entonces era Kai.
Alexander por su parte, era alto y moreno, y bastante atractivo, pese a sobrepasar ya los treinta Pero lo que más destacaba de su físico eran sus ojos. Su ojo izquierdo era violeta y el derecho dorado. Eso era una marca clara de que era un mago. Y un mago de nivel avanzado.
- Bueno, creo que es hora de hacer la cena, ¿tienes hambre?
- Sí, mucha.- Dijo mientras se le iluminaba la cara.
Kai era un niño amable y cariñoso. Solía ir con él a buscar los hongos y las setas que luego vendían en el mercado del pueblo. Aunque más que un pueblo, ya se estaba convirtiendo en una pequeña ciudad. Calea crecía lentamente, pero a paso firme, igual que Kai. Alexander intentaba disfrutar de los momentos que pasaba con él, y lo vigilaba mientras jugaba con los niños de los vecinos. Le había enseñado todo lo necesario para andar por el bosque, pero aún así, siempre se sentía algo intranquilo cuando andaba sólo.
Esa noche parecía una noche cualquiera. Alexander limpiaba las setas para ir a Calea al día siguiente, mientras nevaba suavemente fuera. Pero un leve rastro de magia con tintes rojos pasó a su lado. El ojo dorado podía ver como se movía la magia.
-Alexander.- Una voz femenina y conocida llegó hasta él, mientras el cuerpo tomaba forma a sus espaldas. Había aprendido a distinguir la magia de las diferentes personas, y ese color en concreto, lo reconoció perfectamente.
-¿Qué has venido a hacer aquí?- Dijo de un modo tranquilo mientras se levantaba y ponía las setas en la mesa.
-Alexander, tienes que volver, y lo sabes. No tienes idea de…
-No. Ya no.
-Aún eres uno de los Siete…
-Basta.- Por un instante volvió a ser aquel líder que venció alguna guerra.
Miró a la mujer. Esbelta y hermosa, como siempre. El pelo, de un color rojo fuego lo tenía más largo que la última vez que la vio. Lo llevaba suelto y le caía sobre los hombros en espesos rizos. Sus ojos eran de dos colores, el izquierdo rojo sangre, y el derecho gris, casi blanquecino, y le miraban entre enfadados y suplicantes.
-Alexander, no puedes escapar de ti mismo. Tú me lo enseñaste. Da igual que te escondas aquí, en el último rincón del mundo.
-No lo hago. Simplemente que esas cosas ya no me interesan. Ahora tengo cosas más importantes.
-Te necesitamos.-Tras un breve silencio dijo al fin el motivo real de su visita- Margot ha vuelto.
Ese nombre les hizo estremecerse a ambos. El mago no dijo nada, pero comenzó a acariciar el anillo que llevaba en el dedo corazón de su mano izquierda. Era un anillo de plata con un pequeño ámbar incrustado. Alexander sabía lo que venía a continuación y no tenía ganas de oírlo. Se giró hacía la chimenea y clavó su mirada en el baile hipnótico del fuego.
-¿Ese es el ejemplo que quieres dar a Kai? ¿O tal vez es que nunca le has contado la verdad? ¿Qué crees que diría Maia?
Ese nombre era doloroso para los dos. A la mujer se le atragantó en la garganta, y Alexander saltó como una trampa para osos.
-No te atrevas a decir eso. No la nombres.
-¿Dónde ha quedado tu honor?
-En su tumba.- Alexander podía perder la razón cuando se trataba de Maia- Vete. Morgan vete y no vuelvas.
-Si eso es lo que quieres. Pero Margot busca el Ojo del Dragón. Solo vine a avisarte.- Dijo Morgan mientras se desvanecía.
Alexander abrió los ojos de par en par.
Al día siguiente, Alexander volvió a irse solo al bosque mientras Kai estaba en casa de los vecinos más próximos. Pero hoy no iba a buscar setas. Necesitaba centrarse y sopesar bien la información que Morgan le había dado. Margot había sido su Maestra, suya y de Morgan. La conocía bien, y aún recordaba como hacía ya más de quince años los había utilizado para intentar llegar al Ojo del Dragón. Consiguieron detenerla tras una guerra de demasiados años, consagrándose así como uno de los Siete Grandes Maestros de la Magia. Formaban el consejo que debía mantener el orden en la magia.
Casi todos creían que Margot había muerto en la última batalla. Pero simplemente estaba escondida hasta poder recuperar las fuerzas. Sólo los Siete lo sabían, y la buscaron por todos los rincones, hasta que la encontraron Morgan y él. Aún estaba débil, pero tenía fuerza suficiente como para matar a una persona sin poderes. Maia.
Margot había destrozado su mundo. Lanzó una maldición que atravesó bosques y montañas, hasta alcanzar a su esposa. Su esposa y la hermana menor de Morgan. Fue entonces cuando, roto de dolor, abandono el Consejo de los Siete y la gran ciudad de Belaisca y se instaló en aquel tranquilo bosque, después de ser rescatado de sus propias sombras. De eso hacía ya siete años.
Suspiró mientras se sentaba sobre un árbol caído. Nevaba suavemente. Sabía lo que debía hacer, aunque no era de su agrado. Se había prometido a sí mismo no volver a involucrase así, pero también sabía que Kai correría un riesgo demasiado grande si no hacía nada. Puso su mano en el pecho cerrando los ojos y sintió el latido de su propio corazón Cuando los abrió, la manada de lobos es­taba junto a él. El líder, un lobo gris algo más grande que el resto le miraba a través de un solo ojo, dorado como el suyo. Sasha había sido su compañero durante mucho tiempo, el más fiel y leal. Era su espíritu protector. El lobo había nacido a la vez, y moriría con él.
-Tengo que marcharme. Pero tú debes quedarte y cuidar de Kai.
El lobo emitió un gruñido como negativa.
-Sólo puedo confiar en ti.
El lobo clavó su mirada en él. Su ojo penetraba en su mente. Ambos conocían el secreto que guardaban, y lo que ocurriría si se iba. El lobo no estaba dispuesto a quedarse en el bosque así como así. Ya lo había encontrado una vez, perdido y medio loco, y lo había traído de vuelta.
Alexander sonrío, pero no estaba dispuesto a cambiar de opinión. No podía dejar a Kai solo y sin protección estando Margot viva. Esta vez tenía que acabar con ella para siempre. Y no podría hacerlo si ella tenía algo con lo que controlarle. Necesitaba que Sasha cuidara de su hijo. El lobo se sentó y aulló, mientras el mago se desvanecía poco a poco.
Alexander se materializó en el Bosque Sagrado. Era un bosque que ocupaba casi tanto como un reino. Miles de robles milenarios, tan grandes que casi rozaban el cielo. Algunos tenían tal diámetro que ni veinte hombres podrían rodear su base. Allí solo tenían permitida la entrada los brujos. En el centro estaba una pequeña aldea, por llamarla de alguna manera, dónde vivían las sacerdotisas y sus aprendices. El mago podía sentir como los árboles se movían a su alrededor. Y se movían literalmente. Podía ver como algunas ramas se retorcían.
Esperaba poder hablar con la suma sacerdotisa, Iris. Tal vez ella pudiera aconsejarle sobre lo que debía hacer. Aunque sabía la respuesta, necesitaba que alguien se la dijera, oírla de otros labios. E Iris era la única que sabía toda la verdad, algo que ni siquiera le contó a Maia.
Tras la última batalla de la guerra en el volcán Kazán, cuando Margot encontró al fin el Ojo del Dragón. Lo único que Alexander pudo hacer fue incrustarlo junto a su corazón. Lo que no sabía era lo que eso suponía. Fue entonces cuando Iris le dio el anillo que llevaba, lo único capaz de controlar los poderes del Ojo del Dragón. Nadie sabía que él tenía el Ojo, ni si quiera Margot. Pero eso era algo que no tardaría en averiguar.
Sumido en estos pensamientos, llegó a la Ciudad del Espíritu del Bosque, hogar de las sacerdotisas. Estaba rodeada por una barrera mágica. Siempre le agradaba ver aquella barrera multicolor. Le parecía que estaba viva, ya que los colores se movían, aparecían y desaparecían en un baile rítmico que le transmitía serenidad. En la entrada le recibió una joven aprendiza. No llevaba mucho tiempo, ya que sus ojos aún eran negros, pero uno comenzaba a tener vetas más claras en el ojo derecho. Iba vestida con la típica túnica de aprendiz. Corta y de color burdeos. El único adorno que tenía era un cordón negro a la cintura, y dos broches en los hombros de un metal negro que solo extraían los enanos de las montañas del este. Ellos lo solían llamar atsalí, aunque recibía también otros nombres.
-Soy el Séptimo Maestro de la Magia. Vengo a ver a Iris.
La joven hizo una reverencia, abrió un hueco en la barrera mágica que protegía el lugar. Llamó a otro joven aprendiz, de ojos claros, uno verde y otro azul, para que le guiara hasta el lugar donde estaba Iris. Cada vez que iba allí, sentía como la paz le inundaba, junto con un sentimiento de calidez. Había sacerdotisas con vestidos malvas y violetas, dependiendo del nivel en el que se encontraran. Y los aprendices también correteaban de un lado a otro. La Ciudad del Espíritu del Bosque era el lugar más seguro del mundo, pero jamás acogían a nadie que no estuviera dispuesto a hacer los votos.
Cuando al fin llegó ante Iris, estaba en el huerto regañando a dos aprendices. Alexander sonrió. Le recordaba la manera que tenía Maia de regañar. Se parecían mucho. Ese era uno de los motivos por los que jamás volvió a visitarla. Llevaba la túnica de Suma Sacerdotisa, negra con el cordón y los broches plateados. Parecía una noche estrellada.
Maia era la menor de las tres hermanas. Morgan e Iris habían nacido en el mismo parto, pero no se parecían en nada. Iris era alta y con un pelo más negro que la noche. Sus ojos, según le había contado Maia, habían sido grises como una tormenta. Pero ya no quedaba rastro de aquello. Maia había sido fruto de un segundo matrimonio de su madre, y si se lo hubiera propuesto también hubiera sido una gran hechicera, pero jamás le intereso lo más mínimo. En cambio, Iris y Morgan, hijas de uno de los antiguos Siete Maestros, habían sido apartadas de su madre cuando se volvió a casar, y criadas para ser grandes entre los grandes. Iris consiguió escaparse y buscar asilo en la Ciudad Del Espíritu del Bosque. Y Morgan llegó al cuidado de Margot cuando su padre murió buscando el Ojo del Dragón.
-Has tardado menos de lo que esperaba- Iris sacó a Alexander de sus pensamientos.- Sígueme.
Sin decir palabra, la siguió hasta el pequeño santuario de la ciudad. Era una pequeña laguna alimentada por un río subterráneo. A su alrededor crecían infinidad de plantas. Situados a escasos metros había un pequeño banco de madera. Justo delante, pero en el otro lado del estanque, había uno igual de piedra blanca. Alexander se sentó en el de madera, e Iris en el de piedra, tal y como era tradición. Sus ojos eran ahora negros como el carbón, pero a diferencia del resto, eran completamente negros, no solo el iris, con la pupila blanca.
-Sabes a que he venido. ¿Qué piensas?
-Margot estuvo aquí hace poco más de un mes. Te diré lo mismo que le dije a ella. El Ojo del Dragón destruirá aquel que lo use, pero a cambio te dará un poder inmortal. Al mago no le sorprendió que su maestra hubiera acudido allí en busca de ayuda.
-Pero es la única manera de acabar con ella. Si no hago nada, Kai jamás estará a salvo. El Ojo no desaparecerá conmigo y lo sabes.
-El Ojo de Dragón es indestructible, por supuesto. No voy a decirte que es lo que debes hacer, y lo sabes. Si has venido aquí después de tantos años, es que ya has tomado una decisión. ¿Qué es lo que realmente quieres decirme?
Alexander guardó silencio unos minutos, mientras sus ojos navegan por el estanque. Podía ver remolinos de magia, y las corrientes que formaban.
-Kai. Estoy preocupado por él. Lo que va a ser de él.
-Morgan y Maia dejaron de ser mi familia cuando tome los votos. Debo mi vida al equilibrio. La Ciudad jamás ha tomado partido. Sólo nos aseguramos que la magia no se rompa. Ese es nuestro deber. El bien y el mal son dos caras de una misma moneda, al igual que lo son la vida y la muerte, y el destino de las personas no nos incumbe.
Alexander sospechaba que lo mismo le había dicho a Margot no hacía mucho. Margot quería el Ojo del Dragón para hacer volver a Bron, el padre de Iris. Resucitar a los muertos era algo que estaba fuera del alcance de los magos. Alexander sospechaba que Iris podría hacerlo, pero jamás haría algo así. Alguna vez se le pasó por la cabeza usar el Ojo para traer a Maia de vuelta, pero sabía que jamás volvería siendo ella misma.
-Pero- continuó Iris-, me aseguraré que Kai este bien. Morgan se ocupará de eso, estoy segura. Y se cumplirá tu deseo de que el niño no sea iniciado en la magia.
Maia había sido la dulce niña que limaba las asperezas entre las dos hermanas mayores. Su madre había abandonado a Bron tras descubrir el romance que éste tenía con Margot. Pocos años después se volvió a casar con un rico comerciante. Cuando sus hijas al fin pudieron ser libres para verla, encontraron a su madre enferma, y a la pequeña Maia. Una vez murió la mujer, Morgan se hizo cargo de la niña, pese a que la diferencia de edad era de apenas cuatro años.
Fue así como la conoció. Y pese a que su relación causó muchos problemas, nada pudo impedir que se casaran. Alexander lo sintió mucho por Morgan, que siempre había sentido algo por él, y lo sabía, pero por su parte solo había el cariño propio de haber aprendido y luchado juntos. Al final, la hechicera lo aceptó.
Alexander se levantó para marcharse. Estuvo a punto de preguntarle si sabía donde estaba Margot, pero sabía que, aunque lo supiera no se lo diría. Tendría que averiguarlo el mismo.
-Adiós Iris.
-Bendito seas, Alexander, Séptimo Maestro de la Magia.
Alexander tardó dos días en averiguar dónde estaba Margot. Estaba escondida entre las montañas del norte, en un pequeño bosque en el valle que había entre las montañas. Había algo de nieve, pero nada en comparación con el clima que había en su hogar. De pronto, el miedo y la nostalgia se apodero de él. Sacudió la cabeza para lanzar esos pensamientos fuera de sí. Tenía muy claro que era lo que debía hacer, y por quién lo hacía. Había enviado una carta a Morgan para que se la diera a Kai. Tenía que darse prisa antes de que la bruja llegara. La conocía demasiado bien como para ignorar que en cuanto viera la carta no se lanzaría en su persecución.
El mago siguió un pequeño riachuelo que le adentraba en le valle. Podía sentir el aura de Margot cada vez más cerca. También sabía que ella era consciente de su presencia y que le estaba esperando. El valle cada vez se hacía más escarpado conforme se adentraba en las montañas, y cada vez había menos árboles Cuando por fin encontró a la hechicera, estaba de pie sobre unas rocas mirándolo, como siempre le había mirado. Estaban en un cañón bastante amplio, pero las paredes se alzaban casi más de cien metros a su alrededor. Una mezcla de admiración y superioridad que antes le sacaba de sus casillas. Pero hoy no. Hoy estaba tranquilo. Margot tenía la misma apariencia que cuando era su maestra. No aparentaba mucha más edad que él. El pelo rubio trigueño le llegaba casi a los pies. Lo único distinto eran sus ojos. Había estado acumulando poder. Uno de sus ojos era blanco por completo, con la pupila negra, y el otro era ya completamente dorado, con la pupila gris oscuro.
-Alexander, no esperaba que fueras tú quien viniera. Te creía retirado.
Margot no obtuvo respuesta. Su antiguo alumno simplemente estaba de pie mirándola con expresión extraña que aún no había podido descifrar. - En fin. Aún no me he rendido, y pienso llevar a cabo lo que Bron no pudo. Y ni tú ni nadie podrá impedírmelo.
Bron… Siempre ese maldito nombre. El sueño del mago había sido liberar la magia, tal y como había estado antaño. Volver a los orígenes, donde los ríos fluían libres, y todo tipo de criaturas corrían libres por el mundo. Pero aquello había sido un caos, y los magos habían encerrado la magia en los cauces propicios y controlados. Y los seres mágicos se habían marchado al otro lado de las montañas del este, las más altas y que impedían el paso al otro lado. Los últimos en marcharse fueron los dragones, dejando tras de sí el Ojo del Dragón.
-Está bien.-Dijo al fin armándose de todo el valor que pudo encontrar dentro de sí- Si eso es lo que quieres, aquí tienes el Ojo. Mientras decía eso, se quitó el anillo. Margot abrió los ojos aterrorizada al ver lo que pasaba. Vio el Ojo del Dragón en el interior del mago. Y solo ella vio lo que ocurrió a continuación.
Una descarga recorrió el cuerpo del mago y comenzó a sentir un dolor intenso en cada músculo del cuerpo, que cada vez iba creciendo más. No podía sostenerse y cayó al suelo. De repente, Alexander notó como empezaba a aumentar de tamaño. La ropa se desgarraba y algo rompía la piel de su espalda. Observó como su cara también cambiaba. Un hocico largo y afilado surgía. El terror se apoderó de él.
Estaba a punto de perder la cabeza por el sufrimiento que le ocasionaba. Entonces se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. La piel caía al suelo en jirones, dejando ver unas escamas negras y brillantes. Su tamaño iba aumentando, hasta el punto de que el lugar se le hacía estrecho. Margot cada vez se hacía más pequeña. El dolor casi nublaba su vista.
Cuando por fin el dolor cesó. Alexander se había transformado en un dragón negro de más de tres metros de altura cuando se ponía en pie. Estaba agotado. Jamás había sentido un dolor tan intenso, y pese a que la metamorfosis apenas había durado unos minutos, a él se le había hecho eterna. Intentó abrir las alas cartilaginosas y se dio cuenta de que casi rozaban con la pared. Debía tener casi veinte metros de envergadura.
Cayó sobre las patas delanteras, lo que hizo que el lugar temblara. Algunas piedras cayeron, y casi aplastaron a Margot, pero eso Alexander no lo vio. Estaba más atento a lo que él sentía. Tenía unas inmensas ganas de volar alto y lejos. De probar esas promesas que le ofrecía esta nueva condición. Dio un bufido y un fuego violeta salió de su hocico. Los árboles comenzaron a arder, y el incendió se extendió rápidamente. Pero eso carecía por completo de importancia.
Entonces captó que algo se movía, tratando de huir. Era una mujer rubia, que corría despavorida. Pensó que sería una buena idea probar cuan veloz era, y de un saltó alcanzó a su presa, que cayó al suelo cuando el dragón aterrizó.
-¡ALEXANDER!- Gritó la mujer mientras la boca del enorme saurio se cernía sobre ella.
“Alexander”. Le resultaba familiar. “Alexander”. El sabor de la sangre hacía que esa vocecita que intentaba decirle algo cada vez fuera más débil. “Papá”. La voz de Kai retumbó en celebro e hizo que saltara como un resorte.
Había recuperado su conciencia pero no sabía hasta cuando. A sus pies estaba el cuerpo de Margot hecho pedazos. No había ningún animal cerca. Todos habían huido, aunque no sabía bien cuando había ocurrido eso. Miró hacia arriba y vio algo que volaba hacía él. Era un águila inmensa, más que ninguna otra. A pesar de que estaba bastante lejos, sus nuevos ojos pudieron ver la peculiaridad del águila. Sus ojos eran de distinto color, uno rojo como la sangre y el otro gris. Era Eryr, el águila de Morgan.
Entonces lo supo. Tenía que marcharse de allí lo antes posible, antes de volver a perder la conciencia. Notaba como era un esfuerzo cada vez mayor pensar con claridad.
Comenzó a batir las alas. Apenas tenía espacio, pero tenía que irse de allí, tenía que llegar al otro lado de las montañas del este antes de perderse por completo. Marcharse con los que se suponía que sería su nueva familia. La tristeza le invadió por completo al darse cuenta de que jamás volvería a ver a Kai. Jamás pensó que pudiera ocurrir eso, que se transformaría en un dragón. Una nueva idea cruzó por su cabeza como un rayo. Iris, ¿ella sabía que esto iba a ocurrir? ¿Cómo pudo permitir que esto le pasara?
Cuando por fin alzó el vuelo, fue mucho más fácil de lo que esperaba. Su cuerpo era ligero, y totalmente flexible. Su cola, que era tan larga como él, le ayudaba a mantener el rumbo. Una sensación de libertad que jamás había sentido comenzó a invadirle, y casi le hizo olvidar los pensamientos que comenzaban a atormentarle. Sentía un poder casi ilimitado en su interior. Volvió a bufar, y la llamarada cruzó el cielo delante de él.
En una de las piruetas que hizo pudo ver en lo alto de la pared rocosa a una mujer, que la miraba entre lágrimas. Era Morgan, que tal vez pudo reconocerle, o simplemente es que estaba asustada. No tenía tiempo que perder. Alexander comenzó su viaje hacia el este surcando las nubes, para no regresar jamás y convertirse así en un recuerdo lejano. Cuando Morgan volvió al Consejo después de sofocar el fuego, contó como cuando llegó Margot estaba muerta, y llevó como prueba la cabeza de la mujer, que la había encontra­do a pocos metros del resto del cuerpo, también despedazado. Y lo que más costó que creyeran fue explicar como vio alejarse a un enorme dragón negro de ojos dorados. Pero al poco tiempo después empezaron a surgir cuentos y leyendas en todo el este sobre criaturas míticas, de las que hacía siglos que no se sabía nada. Según decían, estaban regresando para reclamar lo que era suyo, y que los magos le habían robado. El consejo intentó por todos los medios ocultar esto, ante el temor de que su poder e influencias se vieran afectados. Pero en el fondo sabían que aquello tendría consecuencias. Solo esperaban poder retrasarlas lo máximo posible.

Muchos años después, ya nadie hablaba de aquel dragón negro que había surcado los cielos aquella noche de luna llena y que pocos vieron, ni de los extraños aullidos que poblaron el bosque durante días, y que helaron la sangre de los habitantes de la zona. Poco a poco, se convirtió en un cuento, que narraban en las frías noches de invierno frente al fuego. Pero lo que sí ocurrió fue que la gente del lugar dejó de ir al bosque, ya que el espíritu del lobo se había encargado de ahuyentar a todo aquel que osara adentrarse en sus dominios. Los pocos que lo habían visto, y habían podido regresar, decían que era un lobo más grande que un oso, con un solo ojo dorado, sin pupila, sin iris.

Sólo algunas personas podían entrar en el bosque y salir indemnes, era el buscador de setas y sus hijos. Ellos podían entrar en el bosque sin tener miedo a los lobos. Sólo Kai iba de vez en cuando a hablar con el espíritu del Bosque de los Lobos.